
Que el hombre libre es que el solamente posee aquello que cabe debajo de un paraguas; le dijeron cuando apenas era una adolescente y ella se lo tomó al pie de la letra.
Que no quería posesiones, ni coche, ni pisos, ni nada que no pudiese trasladar fácilmente, eso es lo que se prometió al escuchar la frase que se convirtió en un compromiso de vida.
Su biblioteca era algo más amplia que el perímetro de un paraguas, pero ella pensaba que sus libros, su colección de Cd´s, zapatos, bolsos, utensilios de cocina, y demás objetos, se podían meter por piezas en el perímetro del paraguas y que, por lo tanto, seguía siendo coherente con su idea de vida, por ello el número de sus objetos no hacían más que crecer conforme pasaban los años sin que ello le creara conflicto alguno.
Tenía afición a cambiar de ciudad, de casa, de bolsos y de amores, pero nunca traicionó a sus principios, eligiendo siempre pequeños objetos que pudiese trasladar fácilmente.
Sin embargo, algo cambio cuando un día se enamoró de un precioso mueble antiguo; un secreter grande y pesado expuesto en uno de los mejores anticuarios de la ciudad, que le llamo poderosamente la atención.
Después de pasarse la vida sin informar a nadie de sus decisiones, de cambiar de casa de un día a otro y de sorprender a su círculo íntimo con ambientes creados para una sola noche; empezó a pensar obsesivamente en el efecto que el mueble causaría en el salón de su casa. Daba vueltas a la decisión por la noche y se plantaba delante del escaparate del anticuario en cuanto las persianas estaban levantadas; si hago una excepción…, ¿Estaré traicionándome a misma?, ¿Será imprescindible mantenerse fiel a una promesa tomada en un momento de inexperiencia?, ¿Cambiará mi vida si me ato a algo tan voluminoso y caro?, eran preguntas y pensamientos que revoloteaban permanentemente en su mente.
Estaba acostumbrada a tomar decisiones rápidas, a equivocarse y corregir sobre la marcha, a adquirir y desprenderse de objetos nimios sin crear vínculos materiales, pero el mueble le atraía poderosamente y le mantenía en un estado de incertidumbre extraño y confuso.
Al final decidió que la libertad no estaba relacionada con en el tamaño de las cosas sino con la capacidad de desprenderse de ellas y, después de más de diez días de reflexión, se armó de valor. Llamó al anticuario, hizo una trasferencia por un importe que daba escalofríos y esperó a que le entregasen la pieza el día acordado.
A las diez de la mañana, recibió la visita de tres trasportistas que intentaron colocar el mueble en la pared más adecuada. El mueble no cabía por la puerta así que tuvo que llamar a un carpintero que desmontaría los marcos de la misma para volverlos a montar una vez que el secreter estuviese firmemente anclado a la pared del salón. Con su acento ruso y la misma envergadura de dos metros cuadrados por persona, los trasportistas volverían una vez acabado el trabajo de carpintería; algo que ocurriría una semana más tarde.
Que no bajasen en el ascensor: aguanta poco peso, les dijo cuando les pagó el trabajo en una especie de despedida. Que bajasen por la escalera sin hacer demasiado ruido, les advirtió mientras ellos asentían. A los cinco minutos de acabar con sus recomendaciones, la alarma del elevador brincaba al son de tres gritos de auxilio.
Qué porque habían bajado a pesar de su advertencia, preguntó mientras el más joven de los tres lloraba de pánico y claustrofobia. No espero respuesta alguna y se puso a buscar ayuda; seis horas después tres sudorosos cuerpos hacían sombra a cualquiera que se les cruzase en la calle y a esa misma hora, ella tomaría un café a solas para recuperarse del susto y la espera, agradeciendo el haber acabado con los trámites de una instalación algo más complicada de lo previsto.
El mueble estilo Biedermayer era espléndido, la caoba de sus puertas relucía tanto que todo lo que le rodeaba quedaba deslucido y pedía un cambio radical. Al abrir las dos enormes puertas centrales se veían unos pequeños cajones hechos en madera de palo santo llenos de incrustaciones de nácar y plata. El lujo de detalles de la marquetería interior de la pieza convertía al mueble en una verdadera joya que olía a cera y madera antigua.
Abrió cada uno de los cajones y los saco cuidadosamente para observarlos, acariciarlos y volverlos a poner en su lugar pensando y soñando en los objetos que habrían contenido. En uno de ellos pudo ver un mensaje grabado quizás en alemán. Mit Liebe gemacht, decía: hecho con amor. Lieben und leben ist gleich, seguía diciendo.
Estas dos frases, la perturbaron de un modo extraño haciéndole pensar en el porqué de su decisión y en los cambios que esta había traído. Lieben un leben ist gleich , -vivir y amar es lo mismo- la frase le martilleaba de forma obsesiva, se la repetía constantemente mientras intentaba encontrar un sentido a ese pequeño gran cambio que se había producido en su vida.
Volvía a sacar los cajones del mueble y a mirar cada uno de sus detalles con una lupa a fin de captar cada pequeña muesca, esperando encontrar, un nuevo mensaje del artesano que la había construido. Mientras tanto, buscando la armonía que comenzaba a faltar en su vida, cambio el color de las paredes, renovó el sofá ampliando su tamaño y compró una gran mesa, soñando con una monótona serie de desayunos, comidas y cenas en compañía, en veladas llenas de música, risas, miradas y llanto.
Una curiosidad enfermiza se apoderó de ella. Quería saber el nombre del artesano, el día exacto en el que se finalizó el mueble, las familias que lo había poseído y las direcciones en las que había estado antes de llegar a su ciudad y a su casa; quería sobre todo, oír de nuevo esa voz amable y cálida que le dio sin pestañear el precio del mueble y que, sin pestañear, apuntó la dirección a la que debía de ser enviado.
Llamaría varias veces al anticuario para desafiar su conocimiento, exponer su inquietud y hacer las preguntas que creía correctas. Preguntas que no tendrían respuesta inicial pero que generarían la promesa de un contacto futuro. Después él la llamaría varias veces con distintas excusas. Su voz grave construiría nuevas historias alrededor del mueble, historias que de forma extraña irían apareciendo a medida que pasasen los meses y que él compartiría puntualmente con ella.
Pasaría el invierno hasta que acordaran un encuentro, la excusa de sería la de entregarle un plano antiguo que había encontrado en sus archivos, un plano en el que el artesano había dibujado con todo detalle el esquema del proyecto del mueble que les mantenía atados con un hilo invisible.
Él no sabía porqué sentía la necesidad de dar respuesta a una curiosidad que no estaba incluida en el precio de venta. Ella no se daba cuenta de que estaba convirtiendo su vida liquida en algo sólido, los sueños inacabados en proyectos terminados y los cambios en la estabilidad de abrir siempre la misma puerta. Tampoco se daba cuenta de que todo comenzó en el momento en que los ojos verdes de un desconocido le dieron sin pestañear el precio de un mueble que nunca cabría bajo la sombra de un paraguas.
Que todo tomaría sentido en los distintos encuentros en los que analizarían el plano para compararlo con el resultado final fue algo inesperado pero real. Qué la necesidad de verse, hablar y finalmente abrazarse y amarse fuese la consecuencia de una decisión irracional, tampoco responde a ninguna lógica, pero ahora están cenando en un salón blanco de techos altos en el que la madera y el pasado están condensados en un solo mueble, mientras un cuadro con una frase escrita que cuelga en una gran pared, les recuerda hoy cómo empezó todo: Lieben un leben ist gleich.

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