
Es ver volar una abeja a través de mi ventana y sentir que el mundo es grande. Es mirar hacia el cielo y que todo me diga que existe el infinito y el mañana, pero ahora, hoy, estoy aquí y esto es muy jodido.
Encerrado entre cuatro paredes, el dolor casi no me deja abrir los ojos. Todo es tan aseptico, feo y triste cómo la enfermedad que me mantiene prisionero. No siento nada más que dolor, un dolor punzante en mi pecho. En este instante sólo tengo recuerdos y sueños que acuden a mí de forma desordenada e incoherente. Estos son los que me mantienen vivo y alerta. Es como si mi cabeza quisiera alejarme de un sufrimiento que ni he pedido ni merezco.
No estoy muerto, lo sé. Al volver de la anestesia he sentido la alegría de una vida que empieza de nuevo. Sin pensar, he mirado por la ventana de reojo. No me atrevía a ver todo lo que ocurre fuera sin que yo pueda participar. Queriendo huir de esta habitación blanca he atravesado los cristales con la mirada. Mis ojos se han convertido en piernas, tronco, brazo y pulmón, permitiéndome ser el hombre fuerte que siempre he sido. Delante del hospital un jardín, a lo lejos una parada de autobús y detrás la carretera, esa carretera que te aleja y acerca.
Estoy fuera, entorno los ojos y siento la libertad del asfalto. El sol calentando mi chaqueta de cuero, el sol que quema y se refleja en las tachuelas doradas que la adornan. El viento, maldito viento, dándome de frente en la cara, metiéndose en mi boca a ráfagas cuando la abro sin ser consciente de mi grito comanche.
Siento el entumecimiento que dan los kilómetros controlando el deslizar de mi pesada cabalgadura. Mi cuerpo se inclina y se somete ante la máquina perfecta. En mi maleta planos y un viejo cuaderno. En mi bolsillo el dinero justo para un recorrido sin miseria ni lujos.
Viene una curva y después otra que me llevará a una recta infinita, ruta sesenta y seis. Mis manos se aferran de forma natural a un puño de cromo. No necesito escudos ni espadas para vencer la batalla. Siento que manejo un destino frágil e incierto. Me gusta correr. Adelanto a un camión. Mi cuerpo adaptándose a su ráfaga de viento se endurece protegiéndose de cualquier amenaza. Este obstáculo tampoco me tumbará.
El paisaje es rojo de tierra indómita. Sin flores ni verde que lo distraiga. No se quiere cubrir de decencia ni adornos, solo veo la piedra reflejando una luz que deslumbra y la tierra firme que me rodea, solo tierra, piedra, cielo y viento. Maldito viento.
El pañuelo rojo que llevo siempre debajo de mi casco recoge el sudor que se despega de mi piel. La rubia se agarra fuerte a mi cintura. Siento su pecho turgente clavado en mi espalda y deseo que me abrace aún más fuerte, que su mano sean tan imprudentes cómo lo ha sido siempre.
Cierro los ojos y cambio de paisaje, cambio el cielo cegador por el fresco verde que rodea mi casa y el ruido del asfalto por el último concierto de U2. Recuerdo la oficina en la que muero cada día sin estar enfermo pero que ahora mismo añoro. Vuelvo a la carretera cómo si algo me obligara a elegir. Ahora estoy tan cansado que no sé muy bien con que me quedaría.
Huele mal en esta habitación, huele a un alcohol que no puede beberse y que ni siquiera aturde. Entra la enfermera y me cambia la bolsa de suero, el interior de su ropa se trasparenta a través del pantalón de su uniforme, el pecho estalla en un bata que le queda estrecha. Nada es coherente: ni el rojo de su sostén con sus bragas de flores anaranjadas, ni el verde desvaído de su pijama con el castaño de su pelo, ni sus zapatos de plástico azul con la miel que veo en sus ojos.
– Cariño, ¿Qué tal estás?, me dice
No entiendo porqué me llama cariño. Hoy no estoy para bromas, pero le sonrió sólo porqué es mujer. Espero que no me haya salido la mueca que vislumbre ayer en el espejo de la ventana y que vea al hombre que soy y no al ser en el que me he convertido: labios secos y torcidos por el dolor, ojeras marcando el contorno de unos ojos hundidos y barba de tres días. Espero ser capaz de seducir a una mujer aunque sea por un instante.
-¿Cuándo pasará el médico? Le digo
-Mañana, quizás, -me contesta con la indiferencia de los mal informados-.
Maria, está sentada enfrente de mí en un asiento de plástico gris que no le favorece. Ojea revistas sin prestarles atención. Se que piensa en mí, aunque me tenga tan cerca. Me mira y habla por primera vez desde hace horas:
-Te recuperaras pronto, ya verás-, -sentencia en una frase memorable-, y vuelve a posar los ojos en unas fotos de couche que enseñan un lujo irreal .
– Voy a cambiar las cortinas del salón, me cuenta sonriendo, mientras sigue hojeando su revista.
– Mamá vendrá unos días con nosotros. Así podré estar más contigo, al menos hasta que te recuperes.
Acaba la frase y espera a que yo le dé un consentimiento que nunca ha necesitado. Le dije que muy bien, que cómo ella quiera, que no me importa saber quién viene o va. Que lo que yo quiero es estar en casa, largarme de aquí, dejar de oír el sonido de las sirenas y de comer merluza descongelada.
¡Que guapa esta María!, parece que siempre esté recién duchada, con ese olor a niña pequeña y sus perlitas de primera comunión.
Cuando se fue me dio un beso en la frente y otro en los labios, – si no te importa, esta noche no me quedo-, me voy a casa que Marcos me está echando de menos. Ayer no quiso cenar, me dijo. Yo le dije que si, que mejor que no se quedase. Total, con que sufra uno ya es suficiente, -pienso-.
Vuelvo los ojos a la ventana. A lo lejos la carretera y la mano de la rubia recorriendo mi espalda. Mi mano tatuada con un águila apretando el acelerador. El viento, el maldito viento aplastándome la cara y los recuerdos.
¡Cómo duele!, ¡Dios! Llamo a la enfermera que acude rápido, mucho antes de lo previsto.
-Si cariño, me dice.
– Duele, duele mucho.
– No te preocupes, llamo a ver si te ponen algo más de analgésico. Ya verás en unos días esto pasará.
Me pone la mano en la frente en una especie de caricia. Sus gruesos labios amagando una sonrisa que, aunque quizás sea de todos yo siento totalmente mía.
Los cristales lo reflejan todo, sólo hay que mirarlos para escapar de aquí; al fondo, después de la parada del autobús: la carretera. La enfermera no se ha ido aún, sigue aquí a mi lado con su pijama gastado, está cambiando la bolsa de suero o quizás añadiendo más analgésico. Cojo su mano y tiro del brazo atrayéndola hacia mí. Exprimo el rojo atrapado en su sostén y beso su piel morena que lo enseña todo. La subo en mi moto, -así, con su uniforme de enfermera y sus bragas de florecitas anaranjadas-. El viento siempre de cara, ¡que cabrón el viento! La blusa de su pijama resbala al contacto de mi chupa de cuero. Siento su pecho redondo acariciando mi espalda. Sus zuecos se han deslizado de sus pies; el plástico azul luce ridículo en un asfalto que quema.

Deja un comentario