El Heredero

 

Entierro

Las campanas de la iglesia tañen. Tocan a muerto. Paso por delante del edificio coronado por todos los símbolos que le hacen testigo de la vida, el amor y la muerte. El sonido no me ha engañado: la entrada al templo está llena de lágrimas y tristeza

Es un funeral de ricos. Todos visten de luto, todos de negro, todos saben saludarse y hablar del difunto con palabras comunes. Los ricos y los gitanos saben cómo despedir a sus muertos.

Llegan los coches llenos de coronas de flores rojas y blancas, oigo a las beatas rezar y  no puedo evitar fijarme en dos mujeres jóvenes y guapas que  murmuran entre ellas: -no sabes el dinero que tenía- , le dice una a la otra. -Estaba forrado le contesta esta-.

-¿Quién es heredero?, ¿lo sabes?

-Parece que está bastante claro, se lo pregunté a Borja, su secretario, – ya sabes que hace tiempo tuvimos una historia- y me dijo que le hereda su sobrino Matías. Es el único descendiente que tiene y, además, parece que no hay testamento.

-Imagínate Matías que no hecho nada en su vida, un vago y un muerto de hambre y ahora fíjate…. ¡Qué fuerte!, ¡si casi no tenía relación con su tío!.

El tal Matías, vestido con un impecable traje gris oscuro enlutecido con una corbata negra y pequeños lunares blancos, está sólo en la puerta de la Iglesia. Mira a todos los asistentes al funeral con unos azules ojos que, por el guiño y la concentración que emplea, delata una fuerte miopía.

Aunque sus hombros caídos, la distancia que mantiene con los demás y las manos en los bolsillos indiquen el aburrimiento con la que afronta este último adiós, ahí está cumpliendo con su obligación de heredero.

De repente las dos jóvenes mujeres y sus ceñidos vestidos negros, se le acercan y le plantan dos besos. Agarrándole cada una de un brazo le dan un pésame algo exagerado para mi gusto.

-Con lo buena persona que era, dice la más joven sacando un pañuelo

-Le echaremos muchísimo de menos, dice la otra mientras alarga un suspiro que hace que su pecho tiemble dentro del escote.

-Seguro que tú también, -la del pañuelo se seca una lagrima-.

Así siguen durante un buen rato, mientras él las mira con toda la atención que le permiten sus pobres ojos y sin abrir la boca porque no hace falta. Por su expresión deduzco que no sabe muy bien quienes son estas chicas -¿serán algunas primas lejanas?-. En cualquier caso, se deja querer y consolar durante un buen rato. Al final, se agacha para hacerse oír y, con una voz algo aflautada, en contradicción con su altura y el vello oscuro que sobresale del blanco puño de su camisa, les dice que recuerda a su tío con cariño a pesar de haberle visto poco en los últimos veinticinco años.

-¡Pobrecillo!. ¡Que sólo ha acabado!, exclama el sobrino, levantando algo sus hombros para volverlos a bajar acto seguido y continuar hablando con esa vocecilla que ellas miran sorprendidas.

-Al menos la gente ha venido a despedirse- sigue diciendo-. Fijaos, ¡cuantas coronas de flores!, -suspira-, es un bonito funeral. Muy de agradecer para un hombre tan solitario y reservado cómo era él -dice, exhalando un lamento-.

Esa vez son ellas las que callan mientras el sigue hablando de la gran cultura de su tío, de sus recuerdos infantiles y de lo triste que fue recibir la llamada informándole del deceso. Las dos, casi de puntillas y encaramadas a sus altos tacones, están concentradas en entender algo de lo que el pretende decirles. La impaciencia de ambas es patente por los golpecitos que se dan mutuamente en el brazo.

-Ya sabes, aquí nos tienes para lo que necesites, dicen a la vez, plantándole dos besos repetidos y yéndose a saludar a una señora que llega llevando en los brazos a un caniche blanco, adornado con un lazo negro.

Al cabo de unos minutos de saludos, besos y lamentos de cortesía, la comitiva entra poco a poco en la Iglesia que les espera con las puertas abiertas y un órgano vibrante. El altar está iluminado por decenas de cirios encendidos. Huele a cera. Entran las coronas de flores siguiendo al féretro en triste cortejo. Al lado del altar hay una enorme foto del traspasado. Un detalle muy bien pensado, porque de no ser así, apenas nadie recordaría al sujeto de esta despedida.

Después de un responso corto y bien ejecutado por el sacerdote, una señora -creo que es empleada de la funeraria-  comienza a hacer un discurso hablando del cuerpo presente que hace ya día y medio que está ausente. Ensalza sus virtudes, su gran contribución a la sociedad, detalla algunas anécdotas bien elegidas. Lo hace con pausas dramáticas, respiración, comas y puntos. Todos se emocionan y empiezan a florecer blancos pañuelos de hilo. Sus palabras, acompañadas del réquiem que surge del órgano son conmovedoras, para cualquiera que tenga algo de sensibilidad.

De repente, no se sabe muy bien de donde, surge un niño que no pasará de los seis años, vestido con chaqueta, pantalón corto y corbata negra. Corre hacia la fotografía, la abraza y la besa diciendo: ¡Papí!.¡Papí!.

Una mujer alta y morena, impresionante en su estrecho vestido funerario. Sale detrás del niño, le coge de la mano y se lo lleva avergonzada al último banco, arrastrándole sin que este deje de llorar y patalear.

Cuando termina el discurso, el oficio y la música, salen todos. En el aire queda más intriga que tristeza. Las dos mujeres que antes hablaban con Matías se acercan en una hábil maniobra de aproximación a la madre del niño que ha sido la primera en salir. -Juntas forman un extraño triangulo de escotes y estrecheces-. Las chicas le plantan dos besos muy cariñosos en las rígidas mejillas agarrándola cada una de un brazo para darle un pésame, de nuevo algo exagerado para mi gusto:

-Con lo bueno que era

-Le echaremos de menos

-Seguro que tú también

Así siguen durante unos minutos, dándose la palabra una a la otra mientras los carnosos labios de ella permanecen cerrados.

-Ya sabes: aquí nos tienes para lo que necesites, dicen otra vez al unísono, mientras madre y niño se alejan.

Matías que salió del templo con los hombros tan caídos que casi le rozaban las costillas, está colocado muy recto a la derecha de la puerta de la iglesia, dando la mano y recibiendo el pésame de todos los desconocidos. Las chicas regresan y se ponen en la cola de condolencias. Le vuelven a besar y le dan un fuerte abrazo: – pobrecillo, lo siento muchísimo, ya sabes:  para lo que quieras-, le dan dos palmaditas en el hombro y se dan la vuelta en un giro de ciento ochenta grados que permite a la concurrencia admirar de golpe todos los dones atrapados en la negrura del luto.

-Anda este, ¡vaya planchazo!

-Imagínate: hasta ahora era el único heredero y en un minuto se ha quedado sin herencia.

-Con el pisazo de cuatrocientos metros que tenía su tío en pleno Serrano.

-¡Eso por mencionar algo!, porque según sé, era dueño de medio Madrid y media Republica Dominicana.

-¡Vaya!.¡Qué cosas!, así que el viejo tenía reservada una sorpresita de última hora.

-Vete tú a saber, últimamente surgen muchas aprovechadas con un crio en la cartera y una cuenta corriente vacía.

-Igual hasta le tienen que hacer el test ese de ADN, porque, si la cosa estuviese clara, Borja -ya sabes, su secretario-seguro que me habría dicho algo.

Así van soltando opiniones sin lamentos ni discreción alguna, mientras se van alejando de la – posible recién enviudada, con unos pasos que repiquetean monocordes en la acera.

-¡Bueno, mira!, mañana llamamos a Matías a ver cómo está y si nos necesita para algo, afirma la que hace apenas una hora se enjugaba las lágrimas.

-¡Nunca se sabe!, dicen a coro mientras se besan en una despedida que parece un hasta luego.

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