Código de barras

Código de barras

Que semana tan dura: Badajoz, Toledo, Zaragoza, Valladolid y de regreso a Madrid. Viajes de ida y vuelta con catálogos, albaranes, muestras y cierre de pedidos con descuentos que no puedo dar. Ochenta kilómetros para llegar a casa. Nadie me espera. Este fin de semana, de nuevo estaré sólo, abriré una lata de cualquier cosa y luego a ver la televisión, así hasta que llegue el lunes.

No puedo más. Quiero hundirme en el letargo. Descansar o, mejor aún, emborracharme hasta aturdirme. Quiero sexo fácil. Desnudarme sin un te quiero. Penetrar un cuerpo de alguien que no me pida amor. Olvidarme y descargar mi cansancio en una trasferencia sin wifis ni ordenador.

El Neón Rosa aparece de nuevo detrás la rasante. Chicas, curvas, diversión segura para algunos; para mí un rato de compañía. Entro en una oscuridad llena de murmullos, los sillones rojos deben de estar mugrientos pero yo no he venido a sentarme. Serán cien euros y luego seguiré mi camino. Cien euros es menos de lo que cuesta una noche de soledad sin caricias.

Allí está ella sentada al final de la barra. Ivanka, rubia y alta, piernas cruzadas con medias de rejilla negra. Es la misma chica de la semana pasada. Estuvo bien y, si no fuese así, ahora mismo no importaría. Quiero un cuerpo firme y una piel que se entregue sola sin que yo le tenga que entregar el alma.

Subimos al  cuarto. Moqueta roja desgastada. Luces tenues que se reflejan en el espejo dorado del techo  y una mancha de humedad  en la pared.  Huele a ambientador mezclado con un perfume dulce que se queda pegado a mi garganta. Me tumbo sobre la colcha negra aunque ella esté de pie iniciando su ritual de pago.  La miro mientras se denuda para mi mecánicamente, sin palabras ni acentos.

Así tumbado me invade el cansancio, me gustaría recibir una sonrisa y una pregunta que me haga sentirme en el hogar que no encuentro. Me siento triste ante esos gestos tan repetidos y el sonido a indiferencia que desprende su voz callada.  Hoy nada va a salir cómo yo pensaba. Ahora no tengo ganas de sexo, no quiero ver esa mirada tan triste, ni acordarme de la carretera, solo quiero mirarla de espalda, su espalda larga y blanca es cómo un mapa en el que yo dibujaré la geografía.

Le pido que se levante el cabello. Me gusta mirar el nacimiento del pelo de una mujer desnuda. Ella no quiere hacerlo, dice que no le gusta,  que prefiere dejar  su melena así, suelta sobre sus hombros, parece que  quiera tumbarse a mi lado y terminar pronto. Insisto, -soy yo el que paga y el que quiere ver ese cuello que presiento inocente y blanco-.  Noto miedo en su mirada, un miedo que lo cambia todo convirtiendo el deseo en compasión. Siento el impulso de acariciarla y me acerco a ella para ser yo el que deje con mis manos su cuello al aire, el que deposite en su nuca un beso que hoy, sólo por un día, será tierno.

Allí en esa piel tan blanca veo una marca. Barras negras, con algunos códigos. Distingo uno muy mal trazado: dosmilquinientos, pone en un tatuaje áspero. Los números son claros y están bien separados, alrededor de cada uno de ellos hay una pequeña inflamación y algunas marcas moradas.

Cómo si hubiese recibido una descarga eléctrica, suelto su pelo. Le doy la vuelta mirándola a los ojos y le pregunto, ¿dosmilquinientos?, ¿por qué?. Ella tiembla, sus ojos se abren haciendo que el azul sea el color del miedo. Aprieta su boca y susurra: -no es nada-, pero sus labios, temblorosos me están pidiendo ayuda. La tiro sobre la cama dándole un empujón. Tengo rabia. Recojo mi ropa y dejo la habitación dando un portazo. Hoy quería descansar, divertirme, sin embargo, tengo dosmilquinientos alfileres clavándose en mi alma.

En la recepción pago con mi tarjeta de crédito. Salgo rápido, huyendo del olor que me provoca arcadas. De camino al coche pienso ¿dos mil quinientos?, ¿a mí que me importa?, al fin y al cabo, yo no tengo la culpa.  ¿Dosmilquinientos?, esa marca en la nuca me recuerda a las bandejas de carne del supermercado. No puedo olvidarme de la mujer etiquetada, sus ojos llenos de lágrimas sin verter, me acechan en la oscuridad del camino. Su piel blanca no deja de perseguirme. No te metas en líos, me digo mientras arranco el motor.

La carretera es muy negra hoy, los faros del coche trazan mi camino a casa. Abro la puerta y, dejando los catálogos encima de la mesa del comedor, me tumbo en la cama. Llega el fin de semana. Descansaré otra vez sólo hasta que el lunes vuelva a la maldita carretera. Cierro los ojos, pero no puedo dormir. Bandejas de carne congelada llenan mi cama de frío. Unos ojos azules están impresos en las paredes de mi habitación.  Dos mil quinientos, ¿yo que puedo hacer?, no es cosa mía, me repito constantemente.

Un código de barras dice siempre de donde viene la mercancía, su origen y calidad. Indica el importe de venta, no sé si marca las horas del precintado. Miro el despertador, son casi las cuatro y sigo sin dormir pensando en esa nuca que se resistía a mi beso, en esos cien euros de los viernes que no me han importado nunca hasta ahora, hasta hoy.

Me levanto de la tortura de una cama que no me acoge, y me siento en el comedor paseando mi mirada por las paredes. Repaso con mi mirada esos objetos cotidianos que significan tan poco. Una fotografía en su marco de plata ennegrecido. Mi madre, ¡qué guapa a sus veintidós años! Mis ojos se pegan a sus ojos, esos que siempre me indicaban lo que tenía que hacer y que ahora se vuelven de color azul, el azul del miedo que pensaba haber dejado atrás. La mirada del terror me persigue.

Empiezo a llorar. Cojo el teléfono y marco el número que lo cambiará todo. Doy la dirección del neón, describo el local y a la chica a precio de saldo: dosmilquinientos. Dejo mi nombre, mi DNI  y mi contacto por si hay que ir a declarar.  A media mañana consigo dormirme. El lunes volveré de nuevo a la carretera.

 

 

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