Viejo marinero

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Después de haber deambulado sin rumbo por una ciudad a la que le faltaban las olas, emprendía el camino de regreso hacia su casa. Andaba con pasos de navegante sin brújula y sin miedo a los tornados, las galernas  ni  los tifones, pero sintiendo el peso de la soledad y la incertidumbre que desde hacía tiempo le acompañaba.

Cuando llegaba la hora de llegar a casa, sentía un ahogo que, por repetido, ya no le sorprendía. Deseaba refugiarse entre sus paredes protectoras, pero le daba miedo enfrentarse a lo que ellas contenían. Por eso, antes de regresar, entraba en algún tugurio escondido, se sentaba en un lugar oscuro y bebía.

Hablaba casi siempre sólo, o con alguien que buscaba compañía, y lo hacía en un monólogo incesante. Una y otra vez contaba el último viaje – el que hizo hace tantos años-, ese viaje que parecía infinito cuando subió al barco y que le dejo los ojos llenos de horizontes y el oído inmerso en los cantos de las sirenas.

Solía comenzar por el momento en que su Catamarán atado al puerto se despedía de antiguos amores. Mujeres a las que había querido en tierra y a las que olvidaba en cuanto las olas le enseñaban el amor verdadero.

Hablaba del frío de las noches aliseas, del sol, de las gaviotas que le acompañaban en sus travesías y lo hacía en nudos marinos, babor y estribor. Cuando ya iba llegando a la última copa, bajaba la voz y contaba el misterio que tenía oculto y que le mantenía prisionero. Un misterio que nadie creía y que por increíble nadie escuchaba ni juzgaba. La interrogación en los ojos de sus oyentes era la señal de que debía de volver a casa.

Cuando se encontraba delante de su, puerta, la abría muy despacio, sin hacer ruido a pesar de que la casa parecía vacía. No le gustaba asustar a sus habitantes.

Según entraba en su universo lleno de recuerdos marinos, comenzaba a reconocer la emoción que siempre sentía al abrir la puerta de su camarote secreto.

Allí silenciosa, glauca y quieta le esperaba ella. Su cabellera rubia, desparramada a lo largo de una almohada hecha de algas. Su piel nacarada y su pecho turgente y rosado, dejaban paso a un cuerpo joven y distinto, de escamas alegres que aparecerían después de una cintura diminuta. Encontrada y raptada en los mares del Sur, no quiso despedirse de su marinero. Compañera de travesía olas y tormentas, rodeada de caracolas robadas y de conchas encontradas, le esperaba en una prisión liquida hecha de amor y sal.

Mirándola con una sonrisa que sobresalía de su barba y que había construido solo para ella, empezaba a hablarle de la vida en el asfalto. Una vida que no le podía enseñar pero que compartía hablándole de todos los detalles: Reproducía los ruidos de la ciudad y le explicaba los sabores y olores de un mundo que ella desconocía. La Sirena abría mucho los ojos y se reía a carcajadas, moviendo su aleta y llenándole de agua y espuma. El reía y jugaba con ella y, después de secarse la cara, abría su viejo libro de bitácora, encendía su pipa con parsimonia y comenzaba a señalarle con el dedo, un mapa de navegación en que estaban anotados todos los detalles de cada travesía.

Le hablaba de aventuras marinas, de calamares gigantes, de luchas contra el viento. Sus historias, cada día eran diferentes, el Catamarán tomaba una nueva forma: velero, galeón pirata o humilde barca de pescadores. Cada día le ofrecía un relato distinto para conseguir distraerla y contener durante unas horas la nostalgia que comenzaba a destruirla. Cuando acababa su relato, le quitaba con su dedo las lágrimas que invariablemente aparecía en sus ojos y recorría su piel blanca y helada mientras ella iniciaba su melodioso canto de hada marina y le abrazaba con sus brazos fríos para, acariciarle despacio produciéndole un escalofrío que no había conseguido con ninguna piel ardiente.

-¿Recuerdas Sirena cómo te gustaba acompañarme?, le preguntaba, iniciando una larga batalla de preguntas que el mismo iba respondiendo convirtiéndolas en un relato de amor compartido y disfrutado, que a ambos les gustaba recordar.

Ella no sabía hablar, pero escuchaba atentamente y mientras lo hacía, su cabello iba pasando de un rubio trasparente cuando estaba conmovida, a un destello dorado si sentía alegría o a un rojo color fuego que indicaba que estaba triste o enfadada.

-¡Vaya Galerna se levantó! El día después fue muy duro. Me sentía sólo y tenía miedo a no encontrar de nuevo mi ruta. Todavía no me había recuperado de una noche agotadora en la que mi Catamarán estuvo a punto de volcar. ¿Te acuerdas? Tú me salvaste. Apareciste de repente y no parabas de reírte y saltar a mi alrededor refrescándome con las gotas de agua que me lanzabas en un desafío joven y alegre. Eso me dio la fuerza para enderezar el rumbo.

La sirena sonreía. Le gustaba mucho recordar el momento en el que sin esperarlo, apareció ante sus ojos un pequeño navío con un marinero solitario. Era la primera vez que se encontraba con algo tan distinto a su mundo y se enamoró de la imagen del hombre, que le saludaba con una mano levantada. Se hizo cautiva de los ojos verdes y el abrazo de su marinero. No le importó tener que llegar a puerto y renunciar a moverse con su danza marina. No le importó encerrarse en un mundo pequeño y desconocido ni, esperar a que su viajero de ultramar llegase cada día desde el duro y feo asfalto.

Al sumergirse en ese recuerdo, su pelo se convertía un destello dorado que él admiraba y amaba por su belleza y su significado

Él se sentía feliz al ver ese reflejo que le recordaba el brillo del sol reflejado en una vela. Pero al recordar cómo era la vida de los dos cuando atravesaban el mar, sentía una mezcla de dulzura y añoranza de un tiempo que difícilmente podrían recuperar. Recordaba cuando, sentado al borde de su catamarán, ella saltaba a su alrededor y se acercaba para regalarle una caracola, una estrella o un caballito de mar. Lloraba al evocar cómo le enseño el sonido y el sabor de un beso, primero con un roce ligero en la mejilla, parándose en su frente después hasta llegar finalmente a una boca que estaba hecha para llenarle de fuerza con su aliento marino.

-Sé que no he sido justo contigo Sirena, no debí de traerte a tierra ni. limitar tu mundo oceánico a estas pobres paredes. Nunca debí encerrarte, pero no supe, no pude separarme de ti y los marineros no podemos quedarnos eternamente en el mar. Siempre volvemos a tierra.

-Ahora sé que hice mal y que tendré que devolverte de nuevo a tu mundo líquido. Sé que bailaras alrededor de otros navegantes y que tus escamas se reflejarán de nuevo en algún velero solitario. Pero ya no me importa Sirena. Prefiero saber que te mueves en tu mundo de coral.

-¿Sabes?, cada día antes de volver a casa, intento reunir el valor para emprender contigo el último viaje de vuelta a tu mundo, pero no sé cómo devolverte al sitio del que nunca te debía sacar. No sé cómo hacerlo. Ya no tengo velero, ni barca y hace mucho que no tengo brújula ni Catamarán

Trascurría el tiempo y el marinero empezó a sentir el peso de una decisión tomada desde el corazón y con el agua y el viento a favor. Sabía que ella no era feliz, pero no podía prescindir de su abrazo. Renunciar a ella sería quedarse sin mar y sin el sonido que daba sentido a su vida.

Ella, poco a poco, fue cambiando el tono de su canto que se volvió tan triste cómo un viejo bolero. Sus escamas se iban oxidando y desprendiendo de su piel y el la observaba apesadumbrado sin poder tomar una decisión. Esta, cómo ocurre tantas veces llegó sola, ya que un día al llegar a casa notó un silencio espeso y un olor a sal que lo impregnaba todo evocando a una tormenta. Al adentrarse en la cueva oceánica que había creado, se dio cuenta de que las escamas de su ninfa estaban desprendidas y el rubio de su cabello no se encendía. – ¿Qué te pasa Sirena?, – le preguntó aun sabiendo que ella no podría responderle-.

La Sirena comenzó a cantar muy despacio mientras sus labios se contraían. Sus ojos se fundieron -literalmente-, en un mar de lágrimas y su cabello se hizo líquido. Los rasgos de su cara se difuminaron, convirtiéndose también en agua marina. Toda ella se deshizo lentamente, desapareciendo hasta confundirse con el universo líquido al que pertenecía.

El último canto, tan lastimero cómo cualquier despedida que se adivina eterna, no se apagó del todo, permaneciendo en el aire hasta que, poco a poco, se fue convirtiéndo en un arrullo inaudible para morir en una última nota de adiós. Con el sonido del recuerdo, también se fue desvaneciendo el olor a mar y viento que inundaba toda la casa dejándolo solo con la dureza de la tierra firme y un libro de bitácora sin sentido.

¡Viejo marinero!, ahora te levantas mirando el mar de asfalto.  La sal convertida en humo y ruido, azota tu cara. Andas los mismos pasos errantes por tu ciudad y eres navegante de aceras sin veleros, pero sigues soñando con latitudes y longitudes, tifones, galernas, pieles morenas y senos de nácar.

Estás viejo y a veces conviertes el ulular de las ambulancias en la llamada de un viejo vapor, los semáforos en un arco iris, los pasos de cebra en el resplandor de las olas y la ropa tendida con velas hinchadas. Tu recuerdo, sin embargo, no te engaña. Tú sabes bien donde tenías tu Mar y, aunque cuando cuentas tu historia nadie te crea. Sabes muy bien lo que ocurre cuando los marineros oyen el canto de las Sirenas.

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