Un día cualquiera

Un día cualquiera

Hoy es un día cómo todos. Me he levantado a las siete de la mañana, he corrido para ducharme, despejarme, y tomarme el café que me ayudará trabajar sin pensar en que hoy, otra vez, es un día cualquiera.  A las ocho de la mañana, llego a mi parada del metro – línea tres -. Oigo el aviso de cierre de puertas y echo a correr. Apenas un segundo antes de que las puertas se cierren ante mis narices consigo entrar en el vagón de un salto. No sé porque tenemos toda la costumbre de correr desesperados cuando se nos va el metro, al final lo máximo que puede pasar es tengamos que esperar al siguiente que no tardará más de tres minutos.

El vagón está lleno, ni un asiento libre. Me quedo de pie, agarrado de una barra en la que antes se han sujetado cientos de manos sucias y sudorosas. Enfrente mía un negro con gorra de rapero calada hasta las cejas y puesta al revés baila sentado mientras escucha música por sus auriculares. A su lado un anciano mira al infinito cómo si en el metro pudiese haber horizonte alguno.

El vagón va lleno, huele a ropa sucia y a cuerpos encerrados. Sentados en el suelo una pareja de adolescentes se ríen de la señora gorda que está sentada justo enfrente a ellos. La mujer lleva las piernas abiertas, está muy gorda, su carne se desparrama a lo ancho y lo largo. El paisaje que ofrece es tan patético que sólo puede hacer reír a la crueldad de la adolescencia.

Una pareja se besa, la mano de él está dentro de la blusa de ella y pasea por su pecho con todo descaro. Los enamorados siempre creen que están solos. Una joven madre da el pecho a su bebé para hacer que se calme y deje de llorar. Las madres lactantes  miran a sus bebes con un orgullo sorprendente para estar haciendo algo que ha hecho antes media humanidad.

Dos ancianos sentados algo alejados de mi mirada, discuten mientras miran un mapa. El joven hombre, a mi lado, mira sin parar su teléfono móvil. Es el único del vagón que lleva corbata.

Llegamos a la siguiente estación, la voz mecánica anuncia la parada. El vagón frena en seco, se abren las puertas. Entra un hombre alto y delgado, con un pantalón roído atado a la cintura con una cuerda, se queda de pie cerca de la barra que me ha acogido en mi trayecto. A su lado una mujer de mediana edad, con un bolso colgado de su brazo mira a los jóvenes enamorados que siguen sumergidos en su pasión matinal. El hombre hace un gesto extraño con el brazo y desliza la mano en el bolso de la mujer creyendo que no le mira nadie. Uno de los adolescentes: el chico, grita: -¡Señora que le están robando la cartera!-.  La mujer apresa la mano del ladrón que suelta la cartera intentando disimular su intento de robo sin conseguirlo. Dos jóvenes, uno de ellos es el chico negro, intentan agarrar al delincuente que se deshace de ellos en un esfuerzo furioso que solo puede ser producto del alcohol o las drogas. En un gesto rápido y algo animal,  se  acerca hasta el adolescente, saca la navaja y sin que a este le dé tiempo a reaccionar le apuñala, dejándolo pálido y tumbado en un charco de sangre que va creciendo por segundos. Se hace el silencio. Alguien tira de la palanca de alarma. El metro se para en seco y se apagan las luces. Estamos casi en penumbra, no puedo ver los ojos de mis compañeros de encierro, pero puedo oler el miedo que traspiramos todos.

La compañera del adolescente herido comienza a llorar con un llanto desolado, desesperado y huérfano de años y experiencia. La mujer gorda va hacia ella con la lentitud y dificultad que le ocasiona su gordura y su tristeza, le acaricia las lágrimas, saca un pañuelo y le seca la cara. Le abraza: -cariño no te preocupes-, – ya verás cómo no es grave-, -ya verás cómo se cura-. La chica, sigue llorando y comienza a respirar con ansiedad y descontrol. La mujer saca una bolsa de plástico de su bolso y se la pone en la cabeza por unos instantes con la pretensión de que recupere una respiración rítmica y pausada. Si quisiera, ahora tendría una excelente ocasión para vengarse de quién hace algunos minutos la humilló sin la menor compasión, pero en unos segundos la chica empieza respirar con algo más de tranquilidad y ella le saca la bolsa mirándola con ternura. Con un gesto experto empuja la cara de la chica a su pecho grande y acogedor, la mece, acariciándola y acunándola como a un cachorro recién nacido.

El hombre ha sido retenido por el chico negro y otros dos jóvenes que le tienen maniatado a base de fuerza y determinación aunque sin experiencia en malhechores. Esperan que alguien les ayude y que ese alguien asuma la responsabilidad que acaban de tomar prestada.

El adolescente, apenas un niño, tendido en el suelo se sigue desangrando. El charco de sangre es cada vez más grande, se expande cómo un mancha de tinta roja y espesa . El ejecutivo sigue mirando su móvil.  Finalmente se abren las puertas y entran dos policías junto a tres miembros del Samur que intentan reanimar al chico. Le ponen una inyección, taponan la herida y le dan unas descargas con el desfibrilador. Después de unos minutos de máxima tensión, se miran y en una coreografía aprendida y ensayada, le cubren el cuerpo y la cara con una manta de aluminio, colocándole en una camilla.

Los policías, mientras tanto, someten al ladrón convertido en asesino, le intentan reducir y aplacar para ponerle unas esposas. Él se defiende a base de patadas y mordiscos, una de ellas ha alcanzado la cara del chico negro que le devuelve un puñetazo. El policía empuja al chico y le dice que se aparte. El chico se vuelve a sentar con cara de rabia y odio, se coloca bien su gorra y los auriculares, no pasa ni un minuto y empieza a moverse al compás de un Rap. El bebé llora de una forma aguda y enervante. La madre saca un chupete rosa de una bolsa rosa. Se lo coloca en la boca y el bebé comienza a chupar con avidez.

¡Al fin un poco de orden!. El metro se pone de nuevo en marcha y llegamos a la próxima estación. Se abren las puertas y todo el mundo se baja de forma atropellada. La adolescente sigue a los del Samur que llevan al chico en la camilla. Vuelve la mirada aun llena de lágrimas  hacia la mujer gorda que minutos antes le acunaba. Tiende la mano hacia ella. Ella extiende su mano regordeta y maternal, le coge de la mano y no la suelta.  Suben las escaleras y entran juntas a la ambulancia que está esperando justo a en la boca del metro.- El miedo y la compasión hacen extraños compañeros-. Unos cuantos pasos atrás, los dos policías arrastran al ladrón esposado que ha perdido el cordón que sujetaba sus pantalones.

Aprieto el paso, llego tarde y estoy nervioso. Entro a la oficina intentando no llamar la atención. Parece que ni mis compañeros ni mi jefe se han dado cuenta de que todavía no estaba, siempre he tenido la sensación de ser invisible. Enciendo el ordenador y me pongo mis auriculares, empiezo a responder a todas las reclamaciones que llegaron ayer, promedio para hoy: dos minutos por reclamación, eso es lo que pone en mi hoja de control. Así paso ocho horas seguidas, con una pausa para comer. En la tartera he traído ensalada de pasta y dos mandarinas.

Si hago un corto resumen: hoy ha sido un día cómo otro cualquiera. Lo único que lo hace diferente es que he llegado a trabajar a las nueve y media. Media hora más tarde de lo habitual y eso es un fastidio porque me quedarán por responder quince reclamaciones de clientes,  pero intentaré recuperar el atraso mañana.

 

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