El Centrifugado

 

El centrifugado

No hay nada tan prosaico cómo desayunar en pareja mientras se mira el tambor de la lavadora girando en una rutina dominical que, sólo se rompe con la violencia del centrifugado.

Manuel y Rosa desayunaban así todos los domingos: café con leche los dos, tostadas con aceite él y con mermelada de ciruelas ella. Sentados en la mesa blanca de una cocina de azulejos de un color verde agua que pedía renovación desde el día en que compraron, hace ya 20 años ese pisito en el que han compartido infinitas noche y muy pocos días. Con la cabeza baja, encerrados cada uno en su habitación interior, miraban de vez en cuando el girar de una lavadora que, por ruidosa, no dejaba que reinará el silencio.

A Rosa le gusta ver cómo la colada blanca gira entre gotitas de agua. Le gusta introducir en su cueva privada, cada una de las prendas de trabajo que saca de la bolsa que Manuel le trae a casa todos los sábados. Una bolsa que ella mira con agradecimiento, porque los olores a aceite requemado, a tomillo y a romero, le hablan de esfuerzo y sueños compartidos. Le gusta echar el deterge despacito, poner el temporizador a 100 grados porque a ver sino quién es la guapa que saca esos churretones de tomate y grasa sino lo hace con agua hirviendo. Le gusta oler el suavizante y sentir el ruido de arranque para, dos horas después, acercar a su cara las prendas húmedas y blancas, con el blanco orgulloso que sólo consigue la mujer que vive con pasión sus actos cotidianos.

Manuel ni siquiera piensa en nada: le gusta levantarse tarde los domingos, leer el Marca, y quedarse en pijama todo el día, eso es lo único que desea después de pasar toda la semana pelando cebollas, machacando ajos y oyendo comandas, todo el santo el día de pie corriendo del estofado a la salsa mahonesa y del rabo de toro con patatas al salmón con guacamole.

Manuel es un hombre corriente, algo bruto para aquellos que no saben ver el velo de la ternura que expresan sus ojos ante la risa del niño que no tuvo, especial para Rosa y las mujeres que han sabido perderse en sus manos y acurrucarse en su pecho.

Sus uñas están roídas y marcadas por años de fuego y vapores, sus brazos son un muestrario de cortes y marcas de quemaduras que le dicen al mundo que su oficio no ha sido producto de la vocación sino de la necesidad. Le queda poco pelo ya y su barriga hace tiempo que sobresale de esa camiseta que le gusta ponerse en lugar de la chaqueta de pijama. Tiene el olor del ajo pegado a la piel y las piernas tan cortas que necesita moverse el doble que los demás para obtener el mismo resultado. Ríe poco y habla mal, pero sabe querer y hacer que le quieran.

Después de su único día de descanso, cada lunes    se pone el uniforme blanco y limpio, con ese olor a suavizante y a hogar que parece multiplicarse cuando saca las prendas de su taquilla. En cuanto lleve un par de horas trabajando, esas prendas tan blancas estarán llenas de churretes, pero no importa.  Él tiene un repuesto limpio para cada día de la semana un repuesto blanco, muy blanco. Tanto que un día la Jefa  le pregunto ¿Oye Manuel? ¿Qué hace tu Rosa para que llevarte siempre tan limpio?  Se lo contó a Rosa nada más llegar a casa y vio cómo se puso tan contenta que casi se le humedecieron los ojos.

– ¡Coño con la Rosa! Parece que haya nacido para lavarme la ropa..

Este domingo las cosas han dado un giro, porque en un momento dado, la blancura que giraba sin cesar mientras ellos tragaban sus tostadas, comenzó a ponerse rosa hasta convertirse en un rojo desvaído y delator.

Rosa  miraba hacia la escotilla muy extrañada, sin entender nada. No sabía que podía haber pasado. Ella ponía mucho cuidado en que la lavadora con la ropa de Manuel únicamente estuviese llena con sus uniformes blancos. Nunca se equivocaba en eso.

Cuando vio ese amasijo rojizo que giraba sin cesar ante sus ojos a Manuel se le atragantó la tostada y comenzó a temblar y a sudar copiosamente, intentaba que su mujer no se diera cuenta de su preocupación, pero eso era casi imposible. Comprendió enseguida que el peligro se puede convertir en amenaza y que cuando esta se cumple, puede cambiar tu vida para siempre.

-¡Joder con la Vane!

Se levantó de la mesa sin acabar su pan tostado con aceite y tirando el café con leche al fregadero. Se fue al baño con el Marca y allí, en la soledad, que proporcionaba el blanco quirúrgico que le rodeaba, vio cómo su mundo se tambaleaba. Cómo el peligro le atenazaba. Vio un futuro lleno de manchas de tomate y aceite y sintió el frío de los domingos sin el ruido de fondo de la seguridad cotidiana.

De repente, abrió la puerta de baño y grito:

-¡Rosa!, venga vete a ver a tu madre ya mismo, que no has salido en toda la semana mujer.

-¡Si hombre! a buenas horas: tengo que colgar la ropa, limpiar el baño y hacer la comida.      Como me vaya a lo de mi madre  no comemos hasta las cuatro.

-No te preocupes, coño, que de la lavadora ya me ocupo yo. Anda corre, vete y no pienses en la comida que te voy a hacer un sofrito para los macarrones que te vas morir del gusto.

No hubo contestación. Al cabo de cinco minutos un portazo seco y un silencio tenaz le indicaron que Rosa se había ido.

Media hora después, acabado el centrifugado, y silenciado el pitido de aviso último modelo, abrió la escotilla que para él representaba la muerte. Cogió la palangana – “Vaya marrón”-consiguiendo incluso, que sus manazas llegaran a colocar la pinza en el lugar apropiado, – “A  Vane la mato” – dos pinzas para los delantales, – “Menuda golfa. Eso sí, la tía está buenísima”– otras dos pinzas para los pantalones y lo mismo para las chaquetillas. Casi se sentía orgulloso de su trabajo. Pero una vez visto el resultado que parecía el ajuar de una recién casada india. Se dio cuenta de que  esa colada tan bien dispuesta sólo serviría para actuar de fiscal y delatar su pecado.

Deshizo todo el trabajo, metió la ropa en una bolsa de basura y rompió a trocitos la prenda culpable que sacó del bolsillo de uno de sus delantales.

-Cuando vea a la Vane se va a enterar la muy hija de puta

Siguió   leyendo el Marca tan tranquilo: “el Atleti va bien este año. ¡Que cabrón este Cholo! a ver si nos metemos en la final y la Rosa se anima a acompañarme a Turín. Llevo más de media vida ahorrando para eso. Si se decide a acompañarme la voy a llevar cómo a una reina”.

De vez en cuando un pensamiento oscuro le cruzaba por la cabeza haciéndole torcer el gesto, pero a fuerza de voluntad consiguió acabar de leer su periódico  para hacer luego un sofrito que olía a gloría bendita.

A la una y media llegó Rosa, sacó el pan de la bolsa de plástico y lo guardo automáticamente en su sitio. No dijo nada y se puso a poner la mesa cómo siempre, con el mantel de flores de los domingos.

-Rosa: he tendido la ropa, pero la verdad, me he dado cuenta de que los uniformes están ya muy viejos. Ya sabes que no me gusta ir a trabajar hecho un guarro, así que los he tirado. Está tarde me acerco al Corte Ingles y me lo compro todo nuevo.

Rosa levanto los ojos del plato de macarrones, no le contó nada de su madre ni de su sobrina Mari que acababa de entrar de aprendiza en la peluquería de Pilar. Tenía un nudo en el estómago. No le salían las palabras.

El domingo trascurrió cómo siempre, despacio y tranquilo. El Marca empezó a languidecer en la mesa del comedor y Rosa pasó la tarde haciendo macramé. Se acostaron cómo todos los domingos a las once y media. El al lado derecho de la cama y ella al izquierdo. Juntos sin rozarse, juntos con esa respiración acompasada que se consigue al cabo de los años.

El lunes Manuel se fue a trabajar temprano como siempre. Regresó a casa, tarde y cansado y con la humedad de los vapores pegada a los poros de su piel, pero con un sentimiento nuevo y desconocido para él. Con miedo. Con la certeza de que todo puede cambiar y de que el mañana puede ser un territorio que no sepa conquistar.

Comenzó a abrir la puerta del dormitorio despacio para no despertar a Rosa. Le gustaba verla dormir con ese pijama de Hello Kitti que le había regalado su sobrina y que resultaba tan tierno cómo el olor a suavizante que le invadía a Manuel al darle un beso en la frente. Un beso que le regalaba cada noche despacito sin que ella lo notara.

La incertidumbre puede ser tozuda y esta vez se impuso en toda su realidad. Este lunes fue diferente a cualquier otro y a cualquier día de la semana. Al abrir la puerta y mirar hacia la cama, Manuel no se encontró a su ninfa dormida, a su bella durmiente particular, ni a su princesa cotidiana. Allí, en su cama blanca. Allí delante de sus ojos, lo que había era un gran culo. Un culo moreno, redondo y firme, en el que destacaba un hilo rojo. Un culo conocido, pero ya casi olvidado. El culo de Rosa se manifestaba en toda su plenitud. Rosa desnuda. Rosa abierta cómo una sandía recién comenzada, jugosa y refrescante. Sin olor a suavizante, ni recuerdos infantiles, se le ofrecía entera con una denuncia y un perdón acusador.

No hubo ternura ni beso dormido. Sobraron los reproches y el miedo. Olor a ajo. olor a aceite. Olor a canela y a hembra. Se olvidaron las palabras, los susurros y los besos dormidos. Carne, fuego, pimienta y clavo. Manuel recorrió esa montaña rusa con sus manos toscas, esas que tan bien acariciaban. Enloqueció quemándose en el volcán que vomitaba un hilo de fuego y lava. Se vació entero.

Quito todas barreras y destruyo la culpa arrancando las bragas rojas, despegando de la carne conocida la prueba del delito. Le dio la vuelta a ese culo inmenso para agarrar con violencia el pecho que se desparramaba sin atadura alguna. Chupo. Grito. Lamio, olio y cayó rendido mientras Rosa gemía y se deshacía en un río cómplice.  “Que hijadeputa la Vane”.

 

 

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