Me equivoqué Laska, me equivoqué

 

bosque-oscuro

Verle da vergüenza y pena. Ese hombre que se  tambalea a la entrada del metro es cómo un castillo a punto de derrumbarse, un hombre corpulento y sucio del que todos huyen, al que todos temen, al que nadie mira ni escucha.

Sin embargo ese mendigo que ves abrazado a un  Tetra Brik  de vino barato, no  fue siempre así. Antes de caer en el pozo profundo de la culpa fue fuerte  y alegre, un emigrante del Este que emprendió hace años  el camino al futuro, recorriendo miles de kilómetros de ilusión y nostalgia sin importarle lo que dejaba atrás. Es difícil entender que ese desecho humano tuviese algún día una familia, amigos y un trabajo digno, pero cómo pasa a menudo, de repente su vida cambio  dando un giro  inesperado.

Un  frío día de Enero, hace cuatro años. Una voz detrás del móvil  le anuncio dolor y muerte sin decirle nada, no hacía falta, porque el titubear  detrás de la línea, el silencio tras el teléfono, la tardanza de la niña, la oscuridad que hacía tiempo penetraba por la ventana y la soledad de su casa,  lo dijo todo en muy pocas palabras.
Un día, como tantos otros, estaba sentado en su sillón favorito, de un verde oscuro algo polvoriento  y cubierto por una manta de lana.  Miraba el fútbol sin ver nada. En la pantalla rodaba una pelota y se percibía la posibilidad de gol, un gol que no le levantaría del asiento porque no sería suyo. Aleska , su mujer, no estaba, se había ido a casa de su hermana durante unos días, pronto quizás mañana, volvería.  La llamada lo interrumpió la placidez de una noche como cualquier otra. Todavía no sabía que interrumpiría su vida.

Al colgar el teléfono busco las llaves de la furgoneta y salió de  casa tal y cómo estaba, con su chándal gris y  la respiración agitada. Con las manos temblorosas y un dolor en el pecho que no sabía de donde venía. Salió  de casa con la certeza que da el miedo. La noche era oscura,  era helada. La pena le acechaba en cada esquina. La negrura de un luto eterno había comenzado a rasgar su corazón cómo un cuchillo afilado, cómo la navaja abierta que después reluciría en la penumbra.

Después de pasar la curva de la gasolinera, dejar el  vehículo   y emprender un camino de apenas 500 metros,  llegó  al sitio que se le había comunicado la voz desconocida en la breve conversación anterior: un descampado oculto muy cercano  al bosque.  Allí le esperaban dos chicos altos, fuertes y tan destartalados como todos los adolescentes que comienzan a presentar al mundo su proyecto de hombre. Los dos casi iguales. Los dos muy distintos.

No decían nada,  pero la palidez de sus caras lo decía todo. No emitían palabras pero sus ojos, sumergidos en el terror de lo prohibido,  hablaban en silencio. No hablaban nada,  pero la noche les daba miedo. Sus ojos no se movían, no miraban al hombre,  sólo miraban al suelo.

Tendida en el suelo  la niña muerta, la niña aferrada a una  botella, la niña flaca de piernas largas y blancas, no respiraba, no se movía. Estaba muerta.

-Silencio dijo el padre, ¡quiero gritarle al aire!.

-¡Silencio!, quiero oírla respirar.

El padre  gritaba y lloraba, sin moverse al principio, agachándose después hasta su pequeña hasta tocarla con sus dedos de hombre, con sus manos de padre. Acercó  su boca a los labios azules teñidos ya  de morgue y sus lágrimas bañaron la cara  de la niña aún perfumada de infancia. Acerco sus manos al pecho de su hija, al corazón roto, al aire que no respiraba  y apretó fuerte, apretó hasta romperla, hasta deshacer en pedazos los huesos jóvenes. Sus lágrimas inundaban el alma y el cuerpo inerte de la hija muerta.

-Silencio dijo, no quiero veros la cara

-¡Corred!, les dijo a los chicos,¡huid de mí!, iros de aquí

Lo dijo sacando su navaja, la misma que le había rasgado el corazón. Ellos corrieron sin mirar atrás. Se fueron a casa. Se fueron llenos de miedo, de tristeza y llanto pero sin comprender el dolor. No habían sufrido todavía. Mantendrían ese silencio durante días, durante semanas, durante años. Un silencio lleno de olvido, el silencio de lo que no se quiere recordar.

Allí seguía él, acercando sus labios a la cara pálida de la niña ausente, peinandola con los dedos el pelo largo y dorado, arreglándola una ropa que ya no tenía sentido. Allí estuvo durante días. No te vayas, mi niña, no te vayas decía con una voz cada vez más apagada.

-Laska, quiero que me des un beso cada día al llegar del colegio, quiero que la muerte se aleje de ti y que tu aliento no huela a un  final  de alcohol y humo  y  verte cada noche en tu habitación de rosa adolescente. Quiero llevarte cómo te prometí al concierto de Justín Bieber y que grites de gozo cuando creas que él te mira. Quiero ver tu pecho erguido y que seas novia y que seas madre y que el tiempo llene tu pelo de canas y tu alma de ternura.

-Quiero que sueñes con el amor mientras acaricias a  tu osito de peluche, último rastro de tu infancia. Y regañarte porque no te quitas los cascos cuando te hablo, y decirte que puedes sacar mejores notas y conseguir ser lo que tu quieras. Quiero que vuelvas hija mía.

No respiras,  le decía con miedo y lágrimas, y pensaba en la madre que esperará  cada día el regreso de su hija. En la mujer que aún no sabe nada. En los ojos azules  que siempre miran con ojos de madre la ropa de su hija  recién planchada. La que acaricia despacio la hoja del  último dibujo que ella le trae del colegio.  ¿Cómo se lo diré?, ¿Cómo sin que se muera de pena? – decía-.

-No te dejaré sola, mi niña, no me apartaré de ti. Me acurrucaré contigo para acompañarte en la noche, para alejar las alimañas que acechan a los muertos, para que las aves nocturnas no se posen en tu mano, para que tus ojos permanezcan limpios y claros.

– Quiero que oigas el ruido de la noche y que tengas mucho miedo Laska. Te enseñé a ser valiente, tanto que siempre eras la primera en saltar del trampolín, en encender una hoguera y en salir por la noche a pasear el perro, te enseñe a no tener miedo a nada y a ser siempre la primera, y me obedeciste hija.  Por eso has bebido más que nadie, más rápido que nadie.  Apostando  por la muerte y lo desconocido. Has perdido la vida antes de lo que te tocaba y lo has hecho del modo más cruel y sucio, y ha sido así porque nada te daba miedo.

– Te enseñé a amar la  libertad, pero no  te dije que las niñas no podían salir solas, ni que los chicos jugarían a ser más fuertes que tú, ni que tu pelo, tu cuerpo casi de mujer y  tu risa fresca y descarada serían un juego y un reto para los que no han muerto contigo.

-Ahora quiero que tiembles ante cualquier ruido, que quieras acurrucarte cómo antes, a  mi lado, cuando llegué la oscuridad. Que  creas que los chicos te mentirán a veces y que seas la princesa del cuento. Pero quizás, mi vida, ya   sea demasiado tarde: aquí estas sucia de vómito, llena de arena,  muerta de frío. Tus entrañas llenas de un fuego de alcohol y muerte, tu mano agarrada a la botella, tu alma esperando un desenlace, aquí estás  Laska,  sola, tan sola.

-Me equivoque, hija mía. Tenías que haber temido a la noche, a los lobos y al frío, tenías que haber llegado a casa cada noche a las nueve en punto, cómo hacen  las niñas buenas. Te tendría que haber encerrado con llaves de oro y plomo, y prohibirte reír y cantar, y no dejar que tus piernas fuesen tan largas y blancas, ni que conocieses los caminos lejos de casa.

Lloró y grito durante días, abrazado a su hija muerta, acunándola a veces, zarandeándola, otras. Sólo  con ella, sin comer ni beber, sin vivir ni respirar. Escondido del juicio y la crítica, hasta que  un grupo movido por los carteles con la foto y los nombres del padre y la hija desaparecidos, les encontró en el claro del bosque.

El hombre  no oía, no hablaba, no gemía. Era solo tristeza y  silencio. Un cuerpo sin presente ni futuro. Aferrado a un brazo desconocido se dejó llevar mansamente mirando el cuerpo de su hija muerta, mirando a todos cómo el animal sumiso en que se había convertido en apenas unos días. Sin palabras, lágrimas, ni sentimientos, declaró, habló, firmó y huyo.

Años después, olvidados ya  la morgue, los llantos y las críticas, cerradas las  heridas de todos los amigos y vecinos y silenciado el dolor de la madre huérfana, él sigue llorando. Con su abrigo raído lleno de manchas, con un  pantalón de costuras reventadas,  que deja ver unos tobillos  hinchados y llenos de llagas, un hombre tambaleante, de cara ajada y ojos rojos y hundidos, repite  una y otra vez: me equivoqué Laska, me equivoqué.  Lo repite de la mañana a la noche, siempre en la misma puerta del metro, siempre escupiendo alcohol y furia.

 

 

Deja un comentario