La Decisión

 

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Todo comenzó hace 2 semanas con una de esas llamadas que comienzan en un ¿cómo estás? y  acaban en: ahora mismo voy a verte.

Quedamos en nuestro café de siempre. Ella me esperaba impaciente. Yo me acerqué despacio a su mesa para hacerle sufrir. Después de unos minutos de charla intrascendente que se centró  en ella y  su último amor. Ese que, por ser el último, será siempre irrepetible. Una vez más me lo contó todo sobre él: guapo, aventurero, inteligente, divertido  pero sobre todo alguien a quien amaba profundamente.

Quería que  le resolviera una duda. Estaba dispuesta a dar el gran salto y empezar a convivir con él,   pero no sabía si llevarle a la casa familiar  La casa de la que siempre hablaba cuando retrocedía a un pasado lleno de belleza que a menudo recordaba.

La casa era, según ella,  bellísima aunque algo decadente, enorme y magnifica. Estaba cerca de la ciudad y sin embargo, remota y escondida, guardaba grandes misterios e historias de una familia extensa en miembros y experiencia.

La verdad es que no sabía que responder, no había visto la casa y tampoco conocía a Luis. Con tan pocos datos no me atrevía a darle un consejo ni a hacerme responsable de una decisión que podía marcar su vida futura.
Seguimos hablando y cuando ya íbamos por el segundo café, me enseñó la foto del último día en que salieron juntos. Hacían una buena  pareja, ella tan pequeña y femenina. El maduro, alto, robusto, con una sonrisa que se salía de la foto y con un pelo blanco que aún necesitaba ser cortado cada quince días; su  aspecto deportivo le hacía parecer todavía el reportero de guerra que un día fue.

Unos minutos antes de despedirme le pedí la llave y la dirección de la casa: si me das 2 días, te diré si tienes que incorporar la casa a vuestra vida o dejársela a tus hijos y olvidarte de ella, le dije.

A la mañana siguiente, después de haber estudiado el camino con detenimiento, cogí mi pequeño Smart y me puse en camino, sin saber una hora  y 40km. más tarde entraría en un mundo antiguo y para mi inexistente. Mi Smart avanzaba cómo podía, despacio a veces, ligero otras, haciéndole un guiño al mar que tenía a la izquierda y a los pinos de la derecha.26 curvas más tarde y sumergida  en un paisaje verde y espeso en el que la frondosidad de los pinos apenas permitían divisar un cielo de azul mediterráneo. La casa se me empezó a insinuar,  la veía a lo lejos pero la  sombra que ya me alcanzaba y los 20 ventanales de un gris desvencijado que luchaban con el sol, me dijeron  que esa era la dirección.

Introduje   la llave en la verja oxidada y un crujir agradecido me indicó que podía entrar. Fui avanzando por un camino de palmeras y,  después de pararme un momento a observar una fuente de piedra llena de querubines y vacía de agua, llegué a una escalinata, inmensa, ancha y majestuosa, tanto como para dar cabida a las 12 doncellas y los 40 miembros de la familia que me hubiese recibido si en lugar del 2016 estuviésemos en el 1840.

La puerta, aún más alta que el ciprés centenario que bendecía la entrada, me parecía infranqueable, sin embargo entré atraída por una música de violines. Avancé  desde el vestíbulo y cuando ya llevaba tres minutos oyendo la melodía de un vals, entré en un salón iluminado por lámparas de cristal de bohemia y cientos de candelabros con velas encendidas.  En medio del salón y rodeada de 12 ó 14 parejas, vi  a Ana luciendo ese precioso vestido de lunares que ya había visto en sus fotos. Su marido Miguel le sostenía la cintura en cada giro. Unos  guantes blancos envolvían  esas manos diminutas que tantas caricias habían dado, contrastando con las de él que las aferraban con fuerza.

En la escalera que daba al salón: una pandilla de niños curiosos, miraban el girar de las cabezas, escuchaban los secretos y las risas de los invitados soñando con un futuro lejano.

Fui directa a la cocina donde que unas enormes cacerolas hervían y rugían solitarias. Olores a tomillo a especias y  piñones  me recordaban que estábamos en el mediterráneo y no en el territorio francés que sugería la casa. La despensa vacía, donde se veía únicamente un puñado de lentejas llenas de gorgojos, me habló  de la guerra y de los milicianos que la familia mantuvo  escondida en el desván aún a riesgo de perder sus vidas.

En un corredor a la derecha de la cocina estaba el lavadero. Me acerque muy sigilosa y me invadió un fuerte olor a jabón antiguo y limpio, sábanas blancas, manteles de hilo y toallas bordadas burbujeaban en grandes calderos. Unas manos duras y encallecidas de uñas roídas tendían unos lienzos blancos que lucían cual mortajas. En  las cuerdas del patio  colgaba un ajuar deshilachado, amarillento y triste.

Muy despacio y algo atemorizada,  subí la escalera al primer piso, en el cuarto escalón tirado, un oso de peluche con uno sólo ojo me decía que un niño había dejado olvidada su infancia para siempre

Al final del pasillo estaba la habitación principal, lugar de amores y disputas,  de nacimientos y muertes, sitio infinito de susurros  y miradas. Intenté correr las cortinas para romper la oscuridad, pero estas se deshicieron en un polvo de seda en cuanto mis dedos las rozaron. Quité el polvo que oscurecía el cristal y la habitación se llenó de luz.

En la chimenea de la ante-alcoba ardían dos troncos silenciosos. En la butaca situada a la izquierda  podía ver un libro abierto por la pág. 60, esa en la que Madame Bovary sumergida en remordimientos llora sola.

Percibí un olor a bergamota y sándalo y mire a la butaca de la derecha. Allí sentado con con una  pipa humeante en la mano, estaba Miguel, trasparente cómo el fantasma que era y con unos ojos profundos cómo la muerte.

Después de un minuto de silencio, ambos  recuperados de la sorpresa y del encuentro, empezó a hablar,  diciéndome: no te sorprendas, no es extraño que esté en mi casa, la casa en la que crecí y ame. Estoy aquí porque no me quiero ir sólo, no me quiero ir sin ella.

Ella me dijo que siempre me acompañaría, que estaría conmigo siempre, que siempre me acariciaría por eso la espero aquí  cada día, cada noche, cada minuto, cada segundo desde hace quince años.

Me dijo que nuestro amor era eterno, me prometió que aún en la muerte me querría, que no podría vivir sin mi.  La espero porque  le tengo que señalar el camino para que no  se pierda si no es conmigo, para que no sonría si no es conmigo, para que no ame a nadie si no es a mi. Sigo aquí y aquí siguen mis recuerdos. Nunca me iré sin ella, no puedo hacerlo porque yo también le dije que nuestro amor sería eterno.

Después de oír esa declaración de amor inmenso y obsesivo, supe lo que tenia que hacer y decirle a Ana, así que me di la vuelta, recorrí  el sendero hacia la salida. Me sacudí el polvo que blanqueaba mi pantalón negro y me senté en mi pequeño coche. Respiré profundamente y emprendí el camino de vuelta.

Paré un momento en un recodo de la carretera, me bajé un momento de mi Smart porque necesitaba unos minutos de calma y lejanía. Al mirar  hacia abajo, el mar me llamó pidiéndome  algunos recuerdos. Le tiré las llaves de la casa, el plano que me guió hasta la casa y una caja pequeña de lapislázuli que no había podido evitar llevarme.

Al volver a casa llamé a mi amiga. Estaba inquieta y expectante, casi no me dejaba hablar. No le conté nada de lo que había visto, no podía hacerle eso,  pero le dije: escucha, hay muchas casas vacías, llenas de luz y alegría, casas sin recuerdos ni música antigua. Busca una y empieza de nuevo, eso será lo mejor para vosotros dos.

Cuando iba a colgar me acordé de decirle lo más importante: Ana, por favor, quita la foto que tienes en tu dormitorio y destrúyela, quémala y dile adiós. ¿Cuál me preguntó? Esa en la que estas bailando con un vestido de lunares.

 

 

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