
Una grieta pequeña es algo normal en un piso de 90 años de techos altos y algo amarillentos. Tengo que confesar que estaba acostumbrado a ella, igual que estaba acostumbrado al pequeño ruido, incesante y monótono, que procedía de la planta de arriba y que ya formaba parte de mi vida cotidiana. Sin embargo hace algunos meses que ese pequeño desperfecto en el techo comenzó a preocuparme porque se estaba agrandando tanto a lo ancho cómo a lo largo.
Un día a través de la grieta apareció algo que parecía una hoja de papel. Sin poder aguantar la curiosidad y después de reflexionar durante cuatro días, bajé a pedirle la escalera al portero y me subí hasta el peldaño más alto, despacio y con prudencia, temiendo no alcanzar el techo. Tiré del papel amarillento que apenas se insinuaba y me quedé con un folio entero en la mano. Amarillento y reseco, se mostraba entero ante mí con la desnudez y misterio de lo que está por descubrir.
Bajé de la escalera con cuidado de no caerme y de no destruir el tesoro que tenía entre las manos. Me senté en mi sillón de cuero, me puse las gafas, y me dispuse a leer ese mensaje que me llegaba de arriba. Me desilusione enseguida porque la hoja era una repetición continua de un punto y coma (;;;;;;;;;;;) mil doscientos cuarenta signos seguidos que no tenían significado alguno para mí.
Así que seguí levantándome a las 7,30 poniéndome mi bata a cuadros, haciéndome el café, tomando mi medicamento a las 8,15´ aseándome hasta las 12,00, comiendo a las 13,30 exactas y dedicando mis tardes a la lectura y a la nostalgia. Sin embargo no podía dejar de observar la grieta del techo que se hacía cada vez más ancha.
Una mañana al entrar en el comedor, me encontré cinco folios en el suelo. Amarillentos y agrietados, eran exactamente iguales a aquel que descubrí gracias a que me aventuré a subirme a una escalera, a pesar de el peligro que este acto conllevaba. Recogí los folios resecos, busqué mis gafas y me senté de nuevo en mi sillón sintiendo una cosquilleo en mi estomago, una emoción intensa que no sabría traducir en palabras y que hizo que ese día, por primera vez en mi vida, me olvidase de comer. Me desilusione enseguida porque otra vez el texto empezaba y finalizaba con un punto y coma (;;;;;;;;;;;), así 6.200 signos iguales.
Pasó un mes en el que a mi rutina se incorporó cada día la nueva tarea de recoger folios procedentes del techo, buscar las gafas , y sentarme en mi sillón en busca de un nuevo mensaje. Aunque siempre acepto lo que me trae la vida y más si viene del piso de arriba; me revelé contra la idea de que un punto y coma, hubiese alterado la rutina que justificaba mis días, así que decidí a subir a casa del vecino aun sabiendo que estaba vacía desde que yo tenía memoria.
Nunca hago nada inapropiado, ilegal o arriesgado y nunca entraría en una casa sin permiso, así que pasé unos días inquieto y lleno de dudas. De repente, recordé que mi madre tenía una caja en la que guardaba la llave de algunos vecinos y que ella tenía permiso para entrar en sus casas en caso de necesidad. No sabía si había heredado el permiso, pero desde luego la caja si era mía, así que fui directo al segundo cajón de la derecha de la cómoda de caoba. Allí estaba: una caja plateada, alargada y estrecha que me regalaba una aventura legal y autorizada. Al abrirla, una llave dorada, con una llavero de la virgen del Pilar, me decía que la puerta del 5º A, me estaba esperando. Subí, no sin antes ponerme una bufanda de lana y ajustarme bien mi batín de cuadros.
Al entrar en la casa el sonido con el que me había acostumbrado a convivir, se hacía más definido y sonoro. La entrada estaba oscura, pero al fondo del pasillo se percibía una luz mortecina. Encendí la luz del recibidor y comencé a recoger cientos, miles de folios tan macilentos cómo los que me llegaban a través del techo. Avancé lentamente y comencé a agruparlos en montones en el suelo ya que el peso de las hojas en mis brazos me impedía andar con los pasos rectos e iguales a los que estoy acostumbrado.
Llegue al salón, casi no podía respirar, casi no podía ver. Sentía un palpitar en el corazón, me sentía mareado, me apoyaba en la pared para mantenerme en pie, un sudor frio me cegaba. Mire a mi alrededor con miedo a lo que me pudiese encontrar, hasta que tuve que detener mi mirada y tomar aliento para no cerrar los ojos. Encima de la mesa, una vieja Olivetti tecleaba sin parar. Una mano sin carne, venas ni sentimientos, tecleaba rítmicamente, siempre en la misma tecla. Sobre la mesa, apoyado, un cráneo desnudo descansaba sin separarse de un esqueleto que estaba sentado en una silla de cuero. Un ventilador negro movía los cientos, miles de folios que bailaban alrededor del cadáver con un ritmo fantasmal y etéreo, cómo sólo puede ser el movimiento de un papel sostenido por hilos invisibles. Parecía que era el espectador de un lúgubre ballet sin coreografía si ensayo.
Seguí apilando los folios que no había ordenado y, después de leer algunas palabras escritas con coherencia, me emocioné ante la oportunidad de llenar mis tardes de nuevas lecturas que no fuesen puntos y comas, así que decidí leer atentamente, cada día, antes de cenar a las 20,30 , quinientos folios. Aún no sabía cuánto tiempo tardaría hasta llegar a los puntos y comas que fueron el inicio de todo pero que serían el final de algo, pero estaba dispuesto a entender la historia que había detrás de esas hojas. Tardé más de una semana en ordenar los folios. Mientras, el teclear incesante que provenía del 5A. seguía su curso creando más y más hojas llenas de signos iguales (;;;;;;;;;) , pero no quise hacer nada al respecto, porque no me gusta romper las rutinas.
Después de hacer sitio en mi casa, metiendo todos los muebles en una sola habitación, llenando las dependencias vacías con las hojas escritas; comencé mi lectura por la primera página. Describía un doloroso parto con todo lujo de detalles. Podía percibir el sudor y el dolor de la joven madre, el llanto de la niña recién nacida y la emoción de su padre. Fui pasando las hojas y me entusiasmé con las primeras palabras del bebé, su primer diente y sus primeros, pasos.
Conviví durante 10 días, con un poético tratado de puericultura que me llenaba de aburrimiento, así que cuando ya iba por la página cinco mil, decidí avanzar más rápido. Me interesaba saber que pasó en la adolescencia de la protagonista, así que me fui directo al folio Nr. 30.000, pero me decepcioné mucho porque la pequeña aún estaba comenzando a conocer sus primeras letras.
Busqué en los montones de folios en busca de amores y pecados, de enfermedades y alegrías, de aventuras y desventuras, pero al llegar al folio sesenta mil, el escritor todavía estaba describiendo el vestido de comunión y dando detalles de la ceremonia, así que tomé una decisión muy dura, tan espantosa que cuando la recuerdo me empapo de sudor. Apretando bien los dientes, cómo suelo hace cuando tengo que emprender algo nuevo, me puse mi bufanda, me ajuste bien mi bata de cuadros y subí de nuevo al piso de arriba. Abrí la puerta y me acerqué al cadáver despacio, muy despacio.
Levanté el dedo que apretaba la tecla y lo puse en la del punto. Expectante, aguarde a ver qué ocurría. La tecla seguía repiqueteando, produciendo puntos y seguidos, puntos y apartes, puntos y más puntos. El ventilador seguía haciendo que los folios bailasen y algunos de ellos se introdujeran por la rendija del suelo.
Realmente, excepto el símbolo de puntuación, nada había cambiado. Así que tome una decisión drástica. Sin que me temblará el pulso, retiré la mano cadavérica del teclado y puse mis dedos sobre la máquina, espere unos segundos, respiré muy hondo y tecleé la palabra FIN.
Inmediatamente la máquina se paró, el ventilador dejó de funcionar y los folios que flotaban en la habitación cayeron lentamente al suelo cómo si representasen la Muerte del Cisne. El silencio invadió la casa y probablemente el resto de mi vida, cambiando mi rutina habitual, algo muy difícil para mí, pero alguna vez había que escribir el punto final.

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