El último cuento

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Nunca se me olvidará el último cuento que me contó mi abuelo: yo tenía  trece años, un poco mayor para oír cuentos, pero muy pequeña para entender todo lo que estos nos enseñan. En este  este caso sí entendí perfectamente el mensaje encerrado en el cuento; pero hasta hoy no he entendido  quién era el payaso protagonista del mismo.

Mi abuelo era alto y delgado, tan algo que me costaba mirarle a los ojos, tan delgado que al respirar profundo se le veían  las costillas entre los botones de la camisa. Llevaba siempre puesta su boina negra, cuando salía se la calaba bien profunda hasta taparse los ojos.  Camisa blanca bien planchada y un pantalón que, no sé muy bien si era negro o gris porque hacía tiempo que había perdido todo brillo. Sujeto por un cinturón de cuero gastado,  pantalón y cinturón formaban una pareja inseparable.

Era un castellano viejo de poca palabra y mucha nobleza, hablaba tan poco que teníamos que esperar a que quisiera narrarnos una historia para no olvidar el tono de su  voz. En el momento que se decidía a  hacerlo,  todo cambiaba en él: su voz se unía  a sus manos en movimiento, sus hombros se adelantaban hacia nosotros como  si quisieran acariciarnos, sus ojos  nos miraban con un brillo especial.

Cada  Navidad esperábamos el momento en que el abuelo, después de cenar nos dijese:¡venga!:  sentaros cerca de la chimenea que os voy a contar un cuento.

Creo que no  he olvidado  ninguna de sus historias,  pero recuerdo muy especialmente ese último cuento. Todavía oigo el crepitar del fuego y el viento helado que soplaba fuera, todavía siento el tic tac del reloj que se hacía más grande en cada silencio que precedía al cuento.

El abuelo se sentaba en una silla baja, demasiado baja para su altura. Nos miraba fijamente, nos oía respirar, tic, tac, tic, tac. Abría mucho sus brazos y se echaba hacia adelante, tic, tac,tic, tac. Nos miraba muy fijo y cuando parecía que iba a comenzar a hablar, cuando a nosotros casi no nos quedaba aliento: tic, tac,  empezaba a contar su cuento.

Erase una vez un payaso muy alegre, un payaso muy divertido que había nacido para hacer reír, llevaba una gran peluca de pelo rosa, una narizota roja cómo todos los payasos y un gran corazón pintado en su mejilla derecha. Esas eran sus señas de identidad.

El payaso quería hacer reír a toda costa, por esos sabia más de tres mil chistes, frases ingeniosas y canciones  de todo tipo. En cuanto le presentaban, siempre con un redoblar de tambores: comenzaba a reírse y a soltar chistes sin parar,  uno tras otro. Si veía  que su público no se reía, comenzaba a cantar rápido, muy rápido porque pensaba que eso era algo único e inimitable. Si eso tampoco resultaba,  comenzaba a contar historias y a reírse de lo que contaba, pero su público no se reía.

El payaso cada vez estaba más solo, cada vez más triste, cada vez más preocupado, porque hacer reír era el único objetivo de su vida y se sentía muy joven para querer morir

Un día, un anciano que se había parado un momento a ver el espectáculo, le dejo una nota al despedirse. El pobre payaso casi lloro de tristeza porque se iba su último espectador. Guardo la nota en su bolsillo y se fue a casa. Allí abrió la el papel,  muy despacio, casi con miedo. La nota decía: escucha el latir de los corazones.

El payaso se puso a pensar hasta que se quedó dormido, pero no consiguió entender por qué el anciano le había dejado ese mensaje.

Al día siguiente fue a su espectáculo muy desanimado, se vistió y  se maquilló, pero no se puso el corazón pintado en la mejilla, no le quedaban ganas.

Al comenzar el espectáculo se quedó mirando muy serio a la única niña que había ido a verle. La  miraba fijamente con su peluca, su narizota y su ridícula vestimenta. Siguió mirándola en silencio y de repente  la niña comenzó a reír a carcajadas.  Los padres de la niña que, estaban cerca del escenario, se acercaron a ver lo que divertía tanto a su hija yal ver al payaso comenzaron a reírse también. Poco a poco, se fueron acercando todo los visitantes de la feria,  uniéndose al coro de carcajadas. El payaso cada vez más sorprendido y emocionado, no podía emitir una sola palabra pero el corazón que llevaba dentro de su  pecho comenzó a brincar alegremente y cuanto más lo hacía más gente se acercaba.

Así fue cómo el payaso se dio cuenta de que no le hacían falta tantos chistes ni cantar nunca más las canciones que tanta tristeza le provocaron, porque después  de tantos años y días de trabajo sin público ni amigos que le alegrarán . El día en el que ya sólo le quedaba el latir del corazón, la multitud  se congregó a su alrededor arropándole con su risa.

Ese cuento me enseñó el valor del silencio, el misterio que encierra una mirada y la alegría que generan dos corazones que laten al compás. Hoy al contaros esta historia he entendido quién era el payaso y el porqué del tic tac del reloj que sonaba cuando mi abuelo nos contaba un cuento.

Dedicado a : Daniel, Marcos y Tiago

 

 

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