
Cuando le conocí pensé que era un criminal, un maldito, un extraño, un poeta muerto antes del último verso o un cantante mudo.
Los ojos apagados le daban un aire ausente y perdido. Su boca desdentada era una rara mueca hundida hacia dentro cómo un pozo muerto.
Gritaba con una voz gutural y ronca o callaba con un silencio lleno de olvidadas telarañas. Ese sonido se te metía en el alma, porque sin ser animal, no parecía humano. Pero lo más impresionantes eran sus manos casi sin dedos, diez dedos acabados en muñones vacíos de carne, llenos de historia.
Esos medios dedos cubiertos de anillos fascinaban por su pasado escondido y atraían por el brillo del metal pero, después de una rápida mirada, todos los que se acercaban huían de sus dedos ausentes.
No sé por qué, después de unos minutos de miradas encontradas. Comenzó a contarme su historia. Su voz cambio y se convirtió en un murmullo falto de toda sintonía. Costaba escucharle, sin embargo, no podías dejar de concentrarte en sus palabras. Me habló de su pasado y sus ojos dejaron de ser inexpresivos para convertirse en un torrente de belleza, en un escenario indescifrable.
Se señaló su dedo meñique: lo perdí por amor, dijo: yo era tan joven que no sabía cómo probarle que se lo daría todo, que el mejor regalo sería darle un trozo de mí. Me lo corté en una ceremonia de fuego y frío y se lo regalé con la misma entrega con la que le entregaba cada día mi susurro y mi alegría.
Era un dedo juvenil y alegré que no servía para gran cosa, pero pensé que para ella significaría la mejor prueba de mi devoción. Por desgracia, no lo entendió así y huyó despavorida. Me costó recuperarme de la decepción pero me quedaban aún muchos dedos para darle y lo hubiese hecho si no fuera porque ya no la volví a ver.
Así me fue relatando la pérdida de sus diez dedos, dedos llenos de nombres: Sofía, Inés, Leonor, cada historia le entristecía más, cada vez que se miraba la mano sus ojos se convertían en paisajes verdes y llanuras iluminadas, cada vez que acababa de detallar una ausencia, su mirada era una tormenta de hielo.
Al llegar a su último pulgar vi que únicamente le faltaba un trocito de dedo, él se fijó en mi punto de interrogación y me dijo: este me lo dejé porque aún me queda por entregar mucho amor. Entonces fui yo la que se levantó. Me fui y regresé para entregarle mi corazón.

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