El Viaje

El Viaje

 

Era un día como otro cualquiera, una hoja más del calendario, una fecha que ni siquiera ella recordaba con exactitud. Un día más de una semana más.

Ese día, sin embargo,  sería diferente a todos los demás: desde la mañana cuando se levantó, percibio que algo había cambiado a su alrededor. No sentía nada, no se asomó a la ventana para mirar al infinito ni se hizo su tazón de humeante café con leche. Tampoco se peinó, ni se puso su túnica favorita.

Después de transcurrir una jornada vacia, sin aire, sin luz, sol, ruido ni silenció, al llegar la noche  fijó la mirada en un punto indeterminado  de la pared, la misma pared de siempre, blanca en el recuerdo y desgastada por el tiempo. Después de algunos segundos  en los que la pared derramaba instantes  imprecisos, esta  comenzó a agrietarse, la cal blanquecina caía en forma de cascarones hasta cubrir el suelo  de conchas y caracolas surgidas de algún sitio que no era el mar.

Miró a través de las grietas  y  sólo vio una oscuridad inquietante. Al  final de la oscuridad,  los trazos de unos ojos  llameantes  le querían decir algo. Una voz quería atravesar la penumbra y el silencio,  para convertirse  en mensaje certero.

Aceptando su miedo, apagando los latidos de su corazón, acercó el oido despacio, abriendo su alma a la incertidumbre. Después de algunos segundos, la voz oscura y  grave le dijo que su tiempo había llegado. Le dijo que partiera.

Esa noche se acostó tarde, muy tarde. Leyó unas páginas del libro que hacia tiempo que le acompañaba y se dio cuenta de que las letras desaparecían ante sus ojos  dejando páginas en blanco en espera de interrogantes. Cerró ese libro que ya sólo le aportaba tiempo infinito, y ahuecó su almohada sabiendo que le esperaba una larga noche de insomnio.

Mirando al techo, se dio cuenta de que las paredes de su casa temblaban, la lámpara tintineaba hasta convertir  la habitación en un desierto de estrellas brillantes que centelleando tambien la invitaban a partir. La blanca sábana se enrollaba a su alrededor cual mortaja, le oprimía las piernas y el pecho convirtiéndola en una momia inerte. El viento fuera,  le susurraba canciones lejanas. Entonces  supo que había llegado la hora.

Se levantó fresca y tranquila, comenzó a hacer el  equipaje. Sólo lo justo, sólo esa planta que crecía sin agua, sin viento y sin sol. Las semillas que plantaría para que creciesen en una tierra nueva. La partitura de su canción no escrita  y la brújula que ya de pequeña, le dirigió todos sus pasos.

 Cómo siempre siguió andando hacía el norte que indicaba su brújula. Nunca se le ocurrió que también podía ir al sur. No  busco el sol ni la alegría, el grito ni el baile. Le gustaba la oscuridad,  la sombra fresca, el susurro  y los bosques misteriosos. Todavía  a pesar de su vejez creía en elfos y en hadas.

Después de largas jornadas de viaje, camino y silencio,  la aguja de la brújula tembló de un modo singular, extraño pero familiar para ella, era el modo de  decirle que había llegado, que allí debía de parar.

Delante de sus ojos una casa le invitaba a entrar. La casa no era distinta a las demás, pero el paisaje que la rodeaba era singular, lleno de colores diversos que iban  mutando según sus pasos se aproximaban. Lleno de dorados acogedores y de una luz tenue matizada por los cantos de los pájaros.

Entró en la casa y ésta le ofreció la sonrisa de unas paredes blancas y un ventanal desde el que se veía el lago. Allí se sentó, acercó a la venta el sillón que le esperaba, éxamino el jardín y revisó  cada uno de los árboles que allí  hacían fila cómo soldados vigilantes.  Elijio su imagen favorita para guardarla en su corazón  y  fijó  su vista en el horizonte del lago.

Así, con la vista perdida y serena, con el oido atento al trinar de los pájaros y con el suspirar del árbol junto a su ventana.  Permaneció quieta esperando a que llegase su espíritu, sabía que  era algo más  lento que sus piernas y quizás tardase algo en llegar.

No respiraba, ni se movía, apenas pestañeaba para dejar que el paisaje construyera su nueva alma. Su espíritu debía de entrar dulcemente, colarse por las rendijas, acariciar su pelo y conversar con su corazón. Recorrer sus venas, sentir su latido y revisar su mirada, plácidamente, serenamente.

Cuando esto sucediese, cuando su alma se hubiese instalado en ella, cuando cada uno de sus pasos tuviesen sentido, sólo entonces,   acariciaría el agua del lago, sembraría sus semillas y comenzaría a escribir su canción. Sólo entonces sabría que por fin había llegado.

 

Chabela Romero

Mayo 2014

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