Un día un científico decidió engendrar a un escritor tan pequeño que cupiese en una cajita, quería un escritor sabio que conociese cuantas palabras existían en el universo y que además, en lugar de escribir poemas, novelas, cuentos o ensayos, se dedicase a transcribir los mensajes de los millones de personas que quisiesen utilizar su talento.
El científico se fue a la Real Academia en busca de uno de los sabios que ocupaban sus butacas y, comenzando por el que ocupaba la silla A, y finalizando por la z, interrogó a cada uno de los escritores. Les ofreció la posteridad, la eternidad, la gloria y el reconocimiento de la humanidad, pero ninguno de los sabios quería estar encerrado. Todos los escritores querían seguir sosteniendo su pluma, utilizar su vieja máquina de escribir, o rellenar folios y folios blancos y, por supuesto, nadie aceptaba que sus pensamientos estuviesen sujetos a los capricho de los demás.
Después de años de búsqueda, el científico decidió que ya no quería esperar más, que estaba harto de negociar con estúpidos académicos y, sintiéndose incomprendido, empezó a viajar, cruzo desiertos, anduvo por lagos, montañas, cruzo la jungla y recorrió los bosques en busca de un escritor perdido que aceptase hacerle un gran regalo a la humanidad.
Paseando por un frondoso bosque, encontró una cabaña de madera con una gran ventana de cristal. Detrás de la ventana, sentado en una vieja silla y ante una tosca mesa de roble, un pequeño viejecito, escribía y escribía sin parar, a su espalda el fuego de la chimenea crepitaba y a su lado se acumulaban pilas y pilas de folios escritos con la tinta azul de una vieja máquina de escribir.
El científico llamo a la puerta y dos minutos después el olor de la tinta olvidada sacudió su alma con la certeza de haber llegado a su objetivo. En un viejo sillón de tapicería a cuadros, polvo acumulado y muelles desordenados, expuso su plan al anciano que de forma automática seguía tecleando, a pesar de que su máquina de escribir seguía aparcada en la mesa.
El escritor enseño orgulloso su obra, sus palabras, su vida entera encerrada en miles de folios que hablaban de guerras fratricidas primero, del hallazgo del amor, de la pérdida del ser querido y de la soledad del bosque en el que había decidido enterrar sus recuerdos. Todo escrito con la misma vieja máquina de tinta azul, con la excepción de los acentos picudos y alegres que precisaban algunas letras y que debían de ser escritos con posterioridad.
El escritor llamado Walter accedió a la propuesta del científico, y no lo hizo por dinero, ni por codicia ni por deseo de obtener gloria y honor, sino por seguir gozando de la palabra y por trasladar su espíritu a la humanidad.
El proceso fue bastante largo: primero fueron empequeñeciendo la cabaña, las paredes cada vez oprimían más al escritor y a su vieja máquina, la mesa fue retirada, el fuego apagado y los folios requisados. El escritor escribiría y escribía, hasta que la máquina de escribir también le fue retirada y sus teclas esparcidas fuera de la cabaña.
Así después de unos años en los que se acostumbró a no comer ni beber, y en los que la cabaña adquirió un tamaño diminuto. el científico logró su objetivo y encerró en una cajita al minúsculo escritor. Replico la cajita, miles y millones de veces y las repartió por todas las tiendas, librerías, cafeterías y almacenes del mundo. El científico pensó que había dotado a la humanidad de un instrumento perfecto para trasladar sus pensamientos y comunicarse eficazmente.
El escritor, mientras tanto, seguía y seguía escribiendo intentando desesperadamente que la humanidad supiese donde estaba y que las teclas de la cajita eran las suyas, las de su vieja máquina de escribir, esas a las que se le estropearon los acentos, las que escribían palabras desde la humedad del bosque, las que hablaban de su vida, de sus sueños susurraban palabras de amor arrulladas por un tic, tac, tac, tac.
Por eso aunque el wash up escriba siempre lo que quiere, no debes enfadarte sino susurrar despacito una bella palabra que aliente y consuele a nuestro pequeño escritor.
Chabela Romero


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