Sentado en el sofá lee un libro. Sus pies cubiertos de triste lana, la bata le atenaza cruzada sobre un raido pijama. Su cara es opaca e indeterminada.
A su lado, amenazante, un aparato inerte. Negro como la noche y tan negro cómo su vida. Cómo cada uno de los días trascurridos desde que el tono que anunciaba la llegada de ella, dejo de sonar convirtiendo a ese maldito aparato, ayer fuente de alegría, en un mudo testigo de la desesperanza.
El hombre bebe en silencio un whiski caducado. El vaso guarda las huellas de los días que han pasado y que nunca han sido borradas. Cada 30 minutos, el hombre deja el vaso lentamente sobre la mesa y mira a ese aparato que hoy, cómo cada día, le llena de rencor y melancólica venganza. Mira ese apéndice de vida que un día, sin aparente razón decidió ser la lúgubre parca del silencio y el olvido.
Después, posando su mirada en la fotografía, recuerda la sonrisa con la que exactamente una hora después de su llamada, ella le saludaba al cruzar el umbral, 3 segundos después de que se oyesen los dos giros de la llave. Nunca llamaba a la puerta.
Cada 30 minutos una sombra atraviesa su cara al recordar el beso con que ella sellaba el saludo inicial sin que a él le diese apenas tiempo a levantarse.
Ahora, hoy cuando mira el aparato, tiembla, sonríe y recuerda cómo eran el sofá, el timbre del aparato, el vaso compartido y esos momentos largamente recordados.
El teléfono hace años que dejo de sonar, igual que la sonrisa y la ternura desapareció para siempre de la tenue penumbra donde él siempre la esperaba.
El hombre bebe otro sorbo de whiski y mira nuevamente el teléfono, sus dedos densos y amarillos de una contagiada nicotina, se crispan nuevamente en un rictus indescifrable, no se atreven a acercarse al círculo de números de boca abierta y fétido aliento. Esos números deslizantes que le siguen seduciendo, que le siguen ofreciendo la tentación de la vida. Sólo unos números y detrás del sonido y de una voz, quizás esté la vida.
El hombre tiene miedo porque sabe que en el momento en que reciba la contestación esperada, tendrá que levantarse, quitarse ese pijama que ya se ha adherido a su piel, abrir el armario chirriante y encender la luz para mirarse al espejo.
El teléfono, ayer fuente de vida. Hoy ente amenazante, le espera ahí inerte, ofreciéndole una nueva oportunidad cada 30 minutos. Sin embargo él aparta la mano, se hunde aun más en su asiento y aleja su mirada negándose a la esperanza. Sabe que su futuro está en la espera, en la puerta que no se abrirá, en la tiniebla de un sonido que ya no se recuperará.
Nota de la Autora:
Este podría ser el final del relato. Uno esos finales abiertos que dejan a la imaginación el final de una historia y que nos permiten seguir viviendo con el personaje el tiempo que queramos.
Pero si os apetece algo más cerrado, tenéis un nuevo final en el siguiente capítulo.
Chabela Romero


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